lunes, 27 de agosto de 2007

Inauguración del espacio pro


Alguien como vos quiere representarte

El pasado domingo, con la presencia del diputado Jorge Macri y de otros referentes provinciales del Pro, inauguramos nuestra sede en Tandil y presentamos a nuestros candidatos.

La mayor de las novedades fue que por primera vez en décadas una tandilense encabezará la lista de diputados provinciales por la quinta sección electoral: Susana Jaunarena, la líder de nuestro espacio, alguien que bien sabe de nuestra realidad, alzará la voz de Tandil en la Cámara baja bonaerense.


A su vez, junto a Osvaldo Terni –que es el candidato a intendente-, se presentó la lista a concejales, conformada por nuestros mejores cuadros, como Rodrigo López Santoro, Rubén Arbeo, Stella Vitoria, Hugo Rodríguez, Clara Jensen, y muchos otros talentos que decidieron dedicarse a trabajar por sus conciudadanos, mostrando una verdadera vocación en la cosa pública.






viernes, 17 de agosto de 2007

Carta abierta a mis adversarios del PRO


Por FERNANDO IGLESIAS
Perfil, 25.06.07

Les causará sorpresa saber que los he votado ayer siguiendo las indicaciones de nuestro presidente. Llamó Kirchner a votar contra los que querían poner el Presupuesto de Buenos Aires en manos de la familia Macri y yo me acordé del Ferrocarril Belgrano Cargas, entregado sin licitación a Franco Macri por el Gobierno nacional, y voté PRO. Dijo Kirchner que había que votar contra los noventa y yo tomé las dos boletas, taché a los candidatos que habían sido funcionarios públicos en los noventa, hice la cuenta, y voté PRO. Sostuvo nuestro inefable líder que había que evitar que la derecha ganara la Ciudad, y yo me acordé del eslogan fundacional de la izquierda, “Libertad, igualdad, fraternidad”, y me pregunté quién era una amenaza a las libertades y a las instituciones que las garantizan, quién había dividido al país en dos bandos antifraternos y quién festejaba hoy como un triunfo el haber vuelto a los índices de desigualdad de 1997. Y voté PRO.
Insisto. Voté al PRO y no al macrismo. En primer lugar, porque este país dejará de ser este país del que hablamos con desprecio sólo cuando sus instituciones superen sus personalismos. No hay gonzalismo en España, ni lulismo en Brasil, ni laguismo en Chile. Pero hay alfonsinismo, menemismo, duhaldismo y kirchnerismo en Argentina, y así nos va. En segundo lugar, porque para alguien de izquierda toda candidatura empresarial es sospechosa. La democracia existe, en gran parte, para compensar la acumulación de poder en manos de las minorías ricas poniendo un voto por persona en manos de las mayorías pobres. Aunque legal, toda candidatura empresarial supone una violación a reglas no escritas pero legítimas.
Dicho esto, las candidaturas de la derecha no son de mi incumbencia, aunque no puedo dejar de señalarles que la propia campaña ha demostrado que en el PRO existían candidatos potencialmente ganadores de un nivel político superior al de Mauricio Macri. Voté al PRO, decía, con la esperanza de que por fin aparezca un partido democrático de centroderecha, racional, moderno y republicano, orientado al mundo y al futuro y no a la infinita discusión del país y su pasado. Voté al PRO esperando que el arco político argentino deje definitivamente atrás las dos polaridades (dictadura-democracia, radicalismo-peronismo) que han caracterizado la Argentina fracasada del siglo XX.
Voté al PRO esperanzado en que surja una nueva polaridad, derecha-izquierda, unánimemente racional y republicana, como la que rige –con sus características nacionales peculiares, cómo no– en los treinta países en los que hasta los ciudadanos más pobres tienen garantizadas sus necesidades básicas y el derecho a la libertad, la salud y la educación; países en los que frecuentemente han gobernado candidatos de derecha pero nunca un mamarracho como el kirchnerismo de hoy. Voté al PRO porque creo que ustedes, los del PRO, son mis adversarios y no mis enemigos, ya que no considero enemigos sino a quienes mienten y roban sistemáticamente mientras destruyen las instituciones democrático-republicanas sin las que no existe libertad, ni igualdad, ni fraternidad.
En un país que soñaba con una nueva política y está viendo una nueva puesta en escena de lo peor de la vieja, que esperaba transformarse en un país en serio y se ve reducido a presenciar los episodios del absurdo grand guignol presidencial, un país al que le fuera prometida la redistribución de los panes y los peces y comprueba hoy que la fiesta para pocos no se terminó, se han cargado ustedes de una grave responsabilidad. Se han cargado de responsabilidad porque el populismo kirchnerista ha nacido, como todos los populismos, de la debacle causada por el elitismo que lo precedió. Yrigoyen surgió de la crisis de la república liberal; Perón, del agotamiento del orden conservador; Kirchner, del desbarrancamiento del menemismo y su pálido remedo aliancista; todos ellos, de los votos de una mayoría de ciudadanos defraudados por “republicanismos” excluyentes y ajenos a la cuestión social. Si mañana en Buenos Aires se hacen ciertas las amenazas con las que el Presidente ha torturado a los electores porteños, si la Capital sigue siendo la ciudad de los negocios menemistas, si los problemas que dejó intactos el falso progresismo ibarrista no son resueltos y si la escandalosa brecha entre sus ricos y pobres no es drásticamente acortada con salud y educación públicas de calidad, un nuevo y peor populismo nos aguarda a la vuelta de la esquina.
Pero si el triunfo de ayer del PRO en Buenos Aires y la pelea del ARI en Tierra del Fuego (y –ojalá– la victoria futura del socialismo en Santa Fe) dan lugar a una nueva política y a un proyecto de país en serio como los que Kirchner prometió y no cumplió, acaso la Argentina ombliguista, patriotera y fracasada del siglo XX dé lugar a un país avanzado inteligentemente integrado al mundo y que mira al futuro con esperanza y pasión. Y acaso se acabe entonces, definitivamente, la hegemonía de los dos grandes partidos que la han gobernado desde 1983 en acuerdo con un iceberg corporativo del que ellos son sólo la parte visible, cumpliendo la difícil hazaña de que sea hoy aún más pobre y socialmente injusta que la que la dictadura nos dejó.
No he votado a Alfonsín, ni a Menem, ni a De la Rúa, ni a Kirchner, ni a ningún candidato local ganador que recuerde. Muy a mi pesar, como hombre de izquierda, Macri es el primer candidato al que voto en mi vida que gana. Me consuela pensar que la distancia que lo separa de Videla es mucho más amplia que la que divide hoy a nuestro presidente de la “juventud maravillosa” de aquellos años sangrientos. Espero que todos ustedes, mis adversarios del PRO, me den la oportunidad de haber tenido razón.
* Periodista y escritor. Su último libro es Kirchner y yo – por qué no soy kirchnerista.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Centroizquierda e ineficiencia


Por PACHO O'DONNELL
Perfil - 08.07-07



El triunfo de Mauricio Macri se basó en una demanda colectiva de orden y eficiencia por parte de una población capitalina harta de la acorralante inseguridad, de la irritativa suciedad, del desbordado caos vehicular, del pésimo funcionamiento de los servicios públicos, de la absoluta impunidad para cortar calles, de la incontenida decadencia de las prestaciones educativas y sanitarias. Males ante los que los sucesivos gobiernos de centroizquierda que gobiernan Buenos Aires desde hace casi una década se han evidenciado impotentes.

Surge entonces una pregunta crucial: ¿es la centroizquierda inevitablemente ineficaz?

Esa sombra parece estar expandiéndose sobre los partidos de ese signo a nivel mundial. La centroizquierda acaba de perder elecciones en Bélgica, en España, en Suecia. En Francia el candidato vencedor, el centroderechista Sarkozy, expuso en su discurso de asunción algunos conceptos que resuenan más allá del país galo; nos guste o no nos guste, también en nuestra Argentina: “Hemos derrotado la frivolidad y la hipocresía de los intelectuales progresistas. El pensamiento único es el del que lo sabe todo, y que condena la política mientras la practica. No vamos a permitir mercantilizar el mundo en el que no quede lugar para la cultura: desde 1968 no se podía hablar de moral. Nos habían impuesto el relativismo. La idea de que todo es igual, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, que el alumno vale tanto como el maestro, que no hay que poner notas para no traumatizar a los malos estudiantes. Nos hicieron creer que la víctima cuenta menos que el delincuente. Que la autoridad estaba muerta, que las buenas maneras habían terminado. Que no había nada sagrado, nada admirable (…) Quisieron terminar con la escuela de excelencia y del civismo. Asesinaron los escrúpulos y la ética. Una izquierda hipócrita que permitía indemnizaciones millonarias a los grandes directivos y el triunfo del depredador sobre el emprendedor. Esa izquierda está en la política, en los medios de comunicación, en la economía. Le ha tomado el gusto al poder. La crisis de la cultura del trabajo es una crisis moral. Voy a rehabilitar el trabajo. Dejaron sin poder a las fuerzas del orden y crearon una frase: ‘Se ha abierto una brecha entre la juventud y la policía’. Los vándalos son buenos y la policía es mala. Como si la sociedad fuera siempre culpable y el delincuente, inocente. Defienden los servicios públicos, pero jamás usan un transporte colectivo. Aman tanto la escuela pública, pero sus hijos estudian en colegios privados. Dicen adorar la periferia y jamás viven en ella. Firman peticiones cuando se expulsa a algún okupa, pero no aceptan que se instalen en su casa. Esa izquierda que desde Mayo del ’68 ha renunciado al mérito y al esfuerzo, que atiza el odio a la familia, a la sociedad y a la República. Esto no puede ser perpetuado en un país como Francia y por eso estoy aquí. No podemos inventar impuestos para estimular al que cobra del Estado sin trabajar. Quiero crear una ciudadanía de deberes”.

La centroizquierda argentina enarbola atractivos valores de solidaridad, de sensibilidad social, de no discriminación que, en la práctica, se ven oscurecidos por su horror a imponer orden, haciendo de autoridad y autoritarismo equívocos sinónimos. De allí que asiste paralizada a los cortes de calles y rutas por motivos fútiles que han sustituido a los que en un principio significaron una acción creativa y eficaz de muchos desplazados que reclamaban un lugar en la sociedad. Pero en los días que corren, con la anuencia gubernamental, asistimos a la angustiante coagulación del tránsito originada, por ejemplo, en que las estufas de algún colegio no funcionan adecuadamente. Ello es, protegido por un equívoco concepto de libertad, una acción autoritaria intolerable. ¿No ha llegado también el momento de legitimar a los cartoneros como una actividad organizada con sus centros de acumulación y de recogida, con sus premios por limpieza pero también con penalidades por una desprolija suciedad que parecería simbolizar un castigo que injustamente recae sobre toda la sociedad, diluyendo una culpa que tiene responsables identificables ? Otra de las razones del fracaso de la centroizquierda vernácula cuando debe gestionar administraciones nacionales, provinciales o municipales es la dificultad de tomar medidas impuestas por la lógica del gobernar pero que pudieran aparecer como lesivas para los trabajadores. Una consecuencia de ello es la creación de absurdos organismos fantasmas sostenidos con nuestros impuestos, como es el caso, entre otros muchos, de Lafsa, una empresa aérea sin aviones pero con muchos jefes y empleados, con la que se “resolvió”el problema de la crisis de las líneas aéreas privadas. Ello parecería dar la razón al ex presidente uruguayo Julio M. Sanguinetti, quien pregona que hoy es el centro (como pudorosamente se autodenomina la centroderecha) el movimiento progresista por su apego a la eficiencia y al desarrollo, en contraste con una centroizquierda inmovilista que apela al insaciable ordeñe de un “estado benefactor” hoy inexistente e inviable.

Algo notorio en nuestros “progres” es la repetición agotadora de clichés ideologistas que hicieron crecer en la población la convicción de que en vez de ocuparse de los afligentes problemas que la acosan todos los días, aquellos parecen más ocupados en la reivindicación de la lucha armada de los setenta, en la demonización de los noventa (a pesar de que es público y notorio que, desde el presidente Kirchner para abajo, casi todos los que hoy nos gobiernan desempeñaron funciones relevantes durante esos años), en las leyes que legitiman los vínculos homosexuales, en el debate sobre el control de la natalidad o el aborto, temas que indudablemente merecen atención pero que no deberían aparecer sobreponiéndose o compitiendo con el temor al asalto o al crimen, a los insólitos tiempos de espera en los hospitales, al deterioro de los valores morales, a la decrepitud de programas e instalaciones educativas, etc. El arrogante enarbolar consignas ideologistas adquirió ribetes de ridículo durante la reciente elección capitalina cuando los rivales de Macri lo acusaban de centroderechista (sin duda lo es) como si a los electores les resultase claro diferenciarlo de los autocalificados como centroizquierdistas. Es otro caso de usurpación de título porque ni el candidato del sector ni sus valedores podrían resistir un examen de sincero progresismo. Como si las historias personales pudieran borrase por el simple expediente de enunciar convicciones contradictorias con aquellas, apostando irritantemente a la supuesta desmemoria colectiva. Las urnas demostraron la hipocresía estratégica. Esto también afecta a la capacidad ejecutiva de nuestra centroizquierda: la hipervaloración de lo proclamado como sustituto de lo realizado. Hacer es lo mismo que proponer, gobernar es lo mismo que anunciar. Ello sostenido por una infatuada convicción de ser dueños absolutos de la verdad, lo que los lleva, por ejemplo, a la infausta afirmación del candidato “progre” acerca de que quienes lo votaron fueron los ‘inteligentes’, valoración despectiva de más de la mitad del electorado, del “pueblo” al que imaginan interpretar a pesar de un divorcio que se sostiene con terquedad a lo largo de los años. Seguramente culpa del “pueblo”…

Algo que debería diferenciar a la centroizquierda es el honrado manejo de los fondos públicos, puestos al servicio de los intereses de los sectores populares. Lamentablemente, ello también quedó cuestionado por la presunción y evidencia de gravísimos casos de corrupción que no se diferencian de los de los denostados noventa. Además, los subsidios otorgados a nivel nacional con escasos o nulos controles, o los sospechables fondos fiduciarios, no favorecen la imagen de un gobierno que debería hacer de la probidad un inalienable principio republicano y progresista. Ni hablar de la bolsa de papel en el baño… Conclusión: la centroizquierda tiene consignas mucho más atractivas que la centroderecha pues, por ejemplo, le pertenecen con exclusividad las reivindicaciones por los derechos humanos, pero su ineficiencia en el gobernar y su vacuo ideologismo ha vuelto a poner en valor aquella consigna de “paz y administración” enunciada por uno de los próceres más denostados por el progresismo, Julio A. Roca. Difícil le será lograr éxitos electorales si no logra transmitir una imagen de eficaz preocupación por los problemas más acuciantes de la sociedad.

La Provincia


Por NATALIO BOTANA
Para La Nación
19.07.07


Se la menciona habitualmente en singular, sin aditamento, como si en el país no hubiese otras provincias. Para algunos, Buenos Aires –la bonaerense y no la porteña– es la provincia por antonomasia; para otros, el distrito es un leviatán demográfico que, en el curso del último medio siglo, ha engullido el 38,13% de la población total (datos del censo de 2001). A no dudarlo, un desequilibrio de semejante magnitud tiene efectos contundentes sobre el régimen político que nos gobierna.
Los tiene por varios motivos que convergen sobre el acto electoral del 28 de octubre próximo. En primer lugar –dato imprescindible para entender la estrategia del Gobierno– porque los comicios bonaerenses habrán de coincidir con las elecciones nacionales. En un mismo día un total de 9.716.157 ciudadanos habilitados para votar tendrán que elegir presidente, gobernador, intendentes, legisladores nacionales y provinciales, y concejales municipales. Un compacto enorme reproducido en una lista sábana que, según las tendencias internas en secciones electorales y municipios, podrá fraccionarse cortando la respectiva boleta.
Los arrastres factibles, impulsados por diferentes opciones, son complejos: pueden ir desde el (o la) candidato (a) a presidente hacia el candidato a gobernador y viceversa; o desde los diferentes candidatos a intendente y de listas de legisladores que compiten dentro de un mismo paraguas. Para entender este laberinto, bastó con observar en las transmisiones por televisión de la Copa América las propagandas en la base de la pantalla de los candidatos a intendente por el Frente para la Victoria. Un desfile de rostros con lenguaje cacofónico: Kirchner (de inmediato Cristina) presidente, xxx… intendente.
Este montaje obedece al juego de las ambiciones, y asimismo a la circunstancia de que sólo una vez, contando desde 1983, un partido no peronista –la Unión Cívica Radical– ascendió al gobierno de Buenos Aires. La experiencia de 1983-1987 no se repitió más, con lo que la dominación del justicialismo en el distrito está a punto de cumplir veinte años. Se ha establecido así una tradición electoral difícil de doblegar.
Para sobrevivir, esta tradición se afinca en la estructura de las intendencias. Este es un dispositivo crucial, pues en aquellas el poder se reproduce por medio de hegemonías por ahora inalterables. La intendencia conforma entonces el suelo de la dominación hegemónica. Es dable advertirla en algunos puntos de la provincia, pero donde más resaltan estas situaciones hegemónicas es en el conglomerado urbano del Gran Buenos Aires: 8.684.137 habitantes; seis millones de electores; 29 de los 30 jefes comunales en busca de su reelección.
Con estas cifras en la mano se comprende la magnitud del poder electoral bonaerense. Son tan enormes las diferencias que una sola intendencia del Gran Buenos Aires puede contener en su seno al electorado de varias de nuestras provincias. Estos indicadores podrían transmitir, a primera vista, la realidad de una política cambiante y en ebullición, pero el territorio bonaerense, y en particular el del Gran Buenos Aires, está regido por un régimen mucho más conservador: gobernadores dominantes que extraen su poder tanto de la protección que reciben del Poder Ejecutivo nacional como del apoyo que, con sus más y sus menos, le prestan los intendentes. Entre estas dos vertientes de poder el gobernador tiene que hacer su faena.
No es un trabajo fácil. Si bien el candidato a suceder a Felipe Solá, Daniel Scioli (siempre –se entiende– que se resuelva favorablemente la cuestión de su residencia), cuenta, según encuestas preliminares, con una mayoría ubicada en torno del 50%, los pronósticos no auguran un clima benigno. En rigor, mientras no se resuelva una contradicción que expondremos de inmediato, la atmósfera de la provincia siempre estará atravesada por ráfagas de borrasca.
Por la reforma constitucional de 1994, que instauró la elección directa del presidente, la ciudadanía bonaerense se ha convertido en el máximo elector. De donde resulta que, quien tenga en sus manos el poder electoral de Buenos Aires, estará muy cerca de controlar el poder electoral del país. Es curioso comprobar cómo las provincias chicas y medianas, sobrerepresentadas en el antiguo colegio electoral, entregaron en un santiamén, en la reforma de 1994, ese recurso para ellas vital.
Sin embargo, no todo está dicho, porque ese poder electoral, posible productor de las mayorías nacionales, descansa sobre una evidente debilidad fiscal. Los votos provenientes de la provincia de Buenos Aires son abrumadores; sus recursos fiscales, en cambio, siempre flaquean o son insuficientes. Subrepresentada en el reparto de impuestos de la coparticipación federal, la provincia es como un gigante con una frágil columna vertebral. Tierra del Fuego recibe $ 2665 por habitante en concepto de coparticipación federal, Santa Cruz, $1819; Buenos Aires, tan sólo $ 368.
He aquí expuesta la contradicción de marras que se acrecienta en el escenario de unas poblaciones urbanas escindidas entre ricos y pobres. Debido al número de compatriotas involucrado, el Gran Buenos Aires es el testimonio más dramático de estos contrastes: el brillo del lujo y la oscuridad de la exclusión; y todo ello en un espacio urbano pequeño, reconcentrado y atravesado por la inseguridad.
Estos temas deberían estar a la orden del día en una agenda con algún apetito por el porvenir, pero en la campaña electoral en curso parece ser más importante capturar cuanto antes el poder electoral que poner de relieve las cuestiones atinentes al poder institucional y fiscal de la provincia de Buenos Aires.
Este estancamiento, dolorosamente inscripto en la actualidad, viene de lejos, como resultado de un conservadurismo tenaz que no contempló la posibilidad de modificar el diseño de ese magno distrito. Unicamente en los años ochenta del siglo XIX, la provincia de Buenos Aires cedió parte de su geografía en beneficio de la Capital Federal y de los territorios nacionales, que se extendieron hacia el sur y hacia el oeste de sus fronteras.
Después de esos acontecimientos, nada o muy poca cosa: en una larga centuria, la provincia se fue colmando sin plan ni política de descentralización. Los efectos de esta inercia se condensaron en la aglomeración del Gran Buenos Aires, la cual, si bien no alcanza los niveles extremos de poblamiento de San Pablo o de la Ciudad de México, configura el mayor problema político, en términos urbanos, del país.
¿Cómo gobernar, en efecto, esas contradicciones y contrastes? Y por lo demás, ¿no habrá llegado acaso la hora de pensar, con vistas al Bicentenario, una división posible de ese gigante demográfico y electoral?
Cuesta imaginar que estos debates lleguen a la palestra pública. Por el momento, las apuestas se cifran en encuestas, apoyos de intendentes, transferencias extraordinarias de recursos. No mucho más. La mesa mejor servida para calcular los resultados posibles de un candidato justicialista con imagen centrista acodado a un candidato a vicegobernador, comisario del Poder Ejecutivo nacional. Todo para que, luego de anunciar pomposamente un cambio, muy poco, a la postre, llegue efectivamente a cambiar.

martes, 14 de agosto de 2007

Pro & Fundación Creer y Crecer: sabemos como hacerlo

Pro es un partido basado en propuestas, y todos nuestros planes tienen un pensado desarrollo por técnicos de primera línea que colaboran con la Fundación Creer y Crecer que preside Mauricio Macri. La Fundación tiene como objetivo la elaboración de políticas publicas y, junto a otras fundaciones, trabajan aportando programas a Pro. No es casualidad que Pro cuente con los mejores cuadros politicos, y una prueba de ello es revisar los curriculum de los legisladores en las paginas del Senado y de Diputados. Además, Pro es el único partido que exige a sus candidatos tomar un curso en la escuela de gobierno de la Fundación, que expide certificados avalados por la Universidad Católica Argentina (UCA).

Te invitamos a visitar el site de la Fundación Creer y Crecer:
www.creerycrecer.org y a que nos acerques propuestas para que podamos incorporarlas a nuestros programas.

sábado, 11 de agosto de 2007

¿Es posible una democracia sin república? (Nota II)

El dilema ante la candidatura de Daniel Scioli


CRISTIAN SALVI
cristian@salvi.net.ar

Daniel Scioli es una persona respetada por casi todo el arco político de Argentina y también en el exterior, como se ha visto en las todas las misiones diplomáticas en dónde representó a la Nación. Incluso contra el autoritarismo del Matrimonio Presidencial, Scioli es considerado, además de una excelente persona, un dialoguista, con quien es posible disentir, a punto de considerarse que el Presidente optó por él para que sea su candidato en la provincia a falta de otro que reproduzca su esquema de confrontación pero que además “mida” en la encuestas, porque es esperable que el vicepresidente no siga la lógica de la sumisión acrítica que Kirchner exige a todos sus acólitos (actitud que Scioli no tiene, y por eso sufrió a Kristina en el Senado que lo acusaba de conspirador).

Ahora bien, más allá de las cualidades personales de Scioli se suscita una aparente valla constitucional para que él pueda presentarse como candidato a la gobernación, lo que amerita una reflexión acerca de cuales son los límites de la soberanía política (si es que los hay), dado que por un lado la Constitución provincial exigiría requisitos que Scioli no tiene acabadamente cumplidos, pero por otro tendría el favor popular para resultar electo en el comicio.


Para qué una Constitución

Siempre que se da la circunstancia de que alguien lograría la cantidad de sufragios necesarios para acceder al cargo al cual aspira, pero no puede postularse por carecer de los requisitos que las constituciones exigen, se presenta la cuestión de qué valor tiene éstas cuando se oponen a los (aparentes) sentimientos del pueblo, ya que para algunos, la voz del pueblo es la voz de Dios, y nadie puede oponerse a ello, ni siquiera la Constitución. Argumentos algo más sofisticados alegan que al fin la Constitución emerge de la soberanía (originaria) del pueblo, y que el pueblo no enajenó dicha facultad sino que se la reservó, y que si cambia de parecer, es la Constitución la que debe ceder, por no reflejar el real contenido de la cesión de soberanía. (Es lo mismo que se sostiene cuando se dice que no pueden existir cláusulas pétreas, porque limitan entonces al constituyente.)

El año pasado Misiones discutió eso, porque al fin el gobernador Rovira quería someterse a elecciones cada vez que quería renovar su mandato, y aun cuando lo quisiera hacer indefinidamente, debería tener el consenso popular en cada renovación. Solá desistió de su pretensión reeleccionista a último momento, luego de que Rovira fuera derrotado y previendo un clima desfavorable, aunque en verdad quería presentarse arguyendo que la constitución provincial se lo permitía, cosa que no es así (y observen ustedes que el artículo 123 no deja lugar a otra interpretación, a diferencia del que importa respecto a Scioli que sí tiene alguna vacilación). También el gobernador de Jujuy desistió de sus pretensiones, pero no ha de olvidarse que Fellner en su momento accedió a la gobernación violando la constitución de su provincia.

Parece que estas interpretaciones heterodoxas responden a la tradición peronista. Menem quería ser re-reelecto cuando la Constitución reformada en 1994, promulgada por él, tenía un cláusula transitoria (la novena) que se encargaba de dejar claro que su mandato entre 1989-95 era considerado el primer periodo, por lo cual presentarse en 1999 era aspirar a un tercer período, algo a todas luces vedado por la Carta Magna. El mismo Perón en su primer mandato llamó a reformar la constitución porque la de 1853 le era incomoda, y lo hizo con un quórum que no era el exigido por el articulo 30 de la Ley Fundamental según las interpretaciones unánimes.

Hay distintos argumentos contra aquello de que si el pueblo elige se deben permitir mandatos indefinidos sin límite alguno, que incluso se remontan a textos de pensadores griegos como Aristóteles y Jenofonte. Pero el argumento moderno y práctico del porqué una Constitución radica en el valor seguridad respecto a las minorías, que a pesar de no poder triunfar en los comicios tienen certeza de cuales son las reglas que rigen a las repúblicas, siendo ello justamente su Carta Magna contra lo que se ha llamado “dictadura de las mayorías”. Claro, en el populismo, como es el caso del peronismo antimoderno y de la “nueva izquierda latinoamericana” (K, Chávez, Evo Morales), esto parece una contradicción en sus propios términos, ya que al exaltar al pueblo como si fuera una Ser con existencia propia, como depositaria de los intereses “verdaderos” de la sociedad, no puede equivocarse (lo que luego llevaba a considerar a quien piense distinto como un enemigo del pueblo), por lo que nada estará por encima de él.

En cambio desde posturas liberales, donde la sociedad está compuesta por individuos y no por un colectivismo diluyente, sí tiene sentido una norma que esté por encima del “pueblo”, previendo que éste pueda abusar de su poder de mayoría. Y esto es receptado por nuestra Constitución al acortar los períodos o al establecer las facultades limitadas de aquellos que fueron sin embargo elegidos, y aun si contasen con el 99 % de los sufragios: si uno no está de acuerdo tiene a la Constitución como una carta protectiva contra-mayorías. Un caso paradigmático lo dan los artículos 29 y 36 de la Constitución federal: los autores de atentados contra la democracia están inhabilitados a perpetuidad para ocupar cargos públicos, aunque la comunidad toda los quieran votar. (Los fallos en los casos “Antonio Bussi” -de la Corte- y el dictamen del Procurador en “Luís A. Patti” son muy enriquecedores para entender como hay veces cede la soberanía, aunque en esos casos hayan dado lugar a los actores.)


La condición de Scioli

Lo de Scioli, naturalmente, no responde a la gravedad de la inhabilitación precitada. Más, hay cierta ambigüedad de la Constitución provincial, que en su articulo 121 dice: “Para ser elegido Gobernador o Vicegobernador, se requiere… 3. Cinco años de domicilio en la Provincia con ejercicio de ciudadanía no interrumpida, si no hubiese nacido en ella”.

Scioli recién constituyó domicilio en la Provincia cuando recibió la bendición presidencial, por lo que la cuestión estará en el alcance de la interpretación acerca de “ejercicio de ciudadanía”, porque él vivió más de cinco años, pero siendo menor, y algunos interpretan que se la ciudadanía se ejerce cuando se comienza a votar, o sea a ejercer la soberanía ciudadana.

Las interpretaciones en el Derecho son muchas veces tan flexibles como se la necesiten, por eso lo importante es la buena fe de los oponentes y la independencia de la Justicia para interpretar a conciencia. En otras palabras, quienes objeten a Scioli deben hacerlo por compromiso republicano, y no porque perderán con él en las elecciones; los que defiendan su candidatura, deben hacerlo porque consideran que la interpretación les habilita, y no con el falaz argumento de que cuando el pueblo se pronuncia no importa la Constitución, porque eso le hizo mucho mal a este país; y la Suprema Corte, que será la interprete final, debe hacerlo con independencia, sin importar la teoría exegética a la que sus ministros adhieran (pues querer hacerle decir que está inhabilitado es tan violatorio de su autonomía como decirles que lo habiliten), pues justamente su jurisdicción les permite entender según su sana crítica, pero sin presiones.

Y siempre queda el considerar injusta a la norma. Y hasta quizá lo es porque, por ejemplo, un articulo análogo es que habilitó a Cristina Kirchner para ser senadora por la provincia por el solo hecho de nacer aquí, cuando jamás le importó (ni le importa) Buenos Aires, sino que siempre defendió los intereses de Santa Cruz en el Congreso representado a esa provincia, y solo se presentó acá por el aval que significa el caudal de votos de la provincia más grande el país. (¿Se animará Scioli a servirse de este argumento, arguyendo que él tiene verdadera preocupación por Buenos Aires por encima de la letra, justo todo lo contrario de Cristina, que se abusó de la letra cuando ni conoce Buenos Aires?).

Pro presentará 75 Propuestas para TANDIL CiudadPRO

Hacerse el sueco



Por MARIO VARGAS LLOSA
La Nación, Agosto de 2005


Como muchos de sus compatriotas chilenos, al establecerse la dictadura de Pinochet en su país Mauricio Rojas partió al exilio y obtuvo refugio en Suecia. Pero, a diferencia de otros exiliados, que permanecen en esta condición -física y mental- hasta que pueden reintegrarse a sus países, él decidió integrarse a la sociedad que le había abierto las puertas. Lo consiguió, me figuro que al cabo de enormes esfuerzos. Aprendió sueco, se doctoró en Historia Económica en la Universidad de Lund, donde ha enseñado en la Facultad de Ciencias Sociales. Ha sido presidente del think tank Timbro, creado para defender la economía de mercado y propiciar la reforma del Estado de Bienestar y, desde septiembre de 2002, es diputado en el Parlamento sueco por el Partido Liberal. Allí se ha especializado en políticas de inmigración y desarrollo y es autor de un ambicioso proyecto para la abolición de la política agrícola de la Unión Europea, que propone la apertura irrestricta de los mercados europeos y la abolición de todos los subsidios a los productos agrícolas y agroindustriales, medida que, de adoptarse, favorecería a Africa y al Tercer Mundo en general más que todas las condonaciones de deuda prometidas.

Su compromiso con su país de adopción no ha apartado a Mauricio Rojas de América latina, por lo menos en el campo intelectual. Varios de sus ensayos -escribe en sueco y en español- se proponen informar a los suecos sobre la verdadera realidad de los países del nuevo continente y uno de ellos, que yo he leído en traducción, Historia de la crisis argentina (2003), es una excelente brújula para orientarse en la laberíntica historia del peronismo. Y, a la vez, se ha dado tiempo para abrir los ojos a los lectores de todo el mundo hispánico sobre la situación actual de Suecia, un país en el que, según Rojas, se vive desde hace algunos años una auténtica revolución, tan trascendente como discreta, es decir, muy a lo sueco.

"Hacerse el sueco" es una expresión equivalente a hacerse el desentendido, fingir no ver o enterarse de algo para evitarse una incomodidad, un esfuerzo para pasar inadvertido por razones de timidez, discreción, modestia o mera frescura. El reciente libro de Rojas, Suecia después del modelo sueco (2005), describe con claridad y precisión cómo sus nuevos compatriotas han ido, aproximadamente desde 1991, cuando Suecia vivía una crisis económica sin precedente, desmontando "la última utopía" de la izquierda intervencionista y estatizante que, con el desplome de la URSS, "se quedó con las manos vacías".

La profunda reforma del Estado benefactor la inició el gobierno conservador de Carl Bildt (1991-1994), pero la socialdemocracia, al recuperar el poder, no abolió ninguna de las reformas y más bien las profundizó. Un aspecto particularmente interesante de este proceso es que la juventud de los socialistas democráticos fue una verdadera punta de lanza de esta transformación, propiciando una campaña en torno de la idea del "poder propio", es decir, la democratización del Estado benefactor transfiriendo a los ciudadanos un derecho de elección sobre una serie de actividades y funciones que el Estado les había confiscado. ¿Cuántos de los lectores de este artículo sabían que en Suecia funciona, desde hace años y con absoluto éxito, el sistema de vouchers o cheque escolar, promocionado desde hace tantos años por Milton Friedman para estimular la competencia entre colegios y escuelas y permitir a los padres de familia una mayor libertad de elección de los planteles donde quieren educar a sus hijos? Yo, por lo menos, lo ignoraba. Antes, en Suecia, uno "pertenecía" obligatoriamente a la escuela o el hospital de su barrio. Ahora, decide libremente dónde quiere educarse o curarse, si en instituciones públicas o privadas -con o sin fines de lucro- y el Estado se limita a proporcionarle el voucher con que pagará por aquellos servicios. La multiplicación de colegios y hospitales privados no ha empobrecido a las instituciones públicas; por el contrario, la competencia a que ahora se ven sometidas las ha dinamizado, ha sido un incentivo para su modernización. El sistema de vouchers se ha extendido y, ahora, muchas municipalidades se valen de él en los servicios que prestan a ancianos y jubilados quienes, de este modo, pueden ejercer la "soberanía del consumidor" acudiendo en busca de aquellas prestaciones a las diferentes empresas que compiten por darlas.

¿Cuántos de mis lectores sabían que los trabajadores suecos ya han conquistado el derecho de disponer libremente de parte de sus ahorros para la jubilación colocando estas sumas en una gran variedad de fondos alternativos? Es decir, aquella reforma de los fondos de pensiones que se inició en Chile, que ahora trata desesperadamente -y con muy poco éxito por lo demás- de imponer la administración Bush en los Estados Unidos, es ya una realidad en Suecia desde fines de los años noventa.

Con razón dice Mauricio Rojas que "esto ha convertido a los suecos en uno de los pueblos más capitalistas de la tierra, creando un interés inusitado por los vaivenes de la bolsa de valores" ¿Por qué "inusitado"? Por el contrario: es lo más lógico que los ciudadanos empiecen a preocuparse, día tras día, por el destino de sus ahorros para la jubilación, ahora que ellos mismos pueden decidir, parcialmente al menos, dónde y en qué condiciones se invierten. Cuando es Big Brother el que decide al respecto, claro, al impotente ciudadano no le queda más remedio que cerrar los ojos y encomendarse a la Virgen de Lourdes (o a cualquier otra).

Las reformas han desmantelado una serie de monopolios estatales, privatizando total o parcialmente numerosas empresas en el área de telecomunicaciones, transportes urbanos, infraestructura y producción de energía y mediante la desregulación de otros campos donde, en la actualidad, las empresas públicas se ven forzadas a competir con las privadas en condiciones más o menos equitativas. Todo lo cual, dice Mauricio Rojas, ha ido convirtiendo "a Suecia en una sociedad de bienestar mucho más humana y libre, donde una multiplicidad de actores, tanto públicos como privados, participan como productores y donde el consumidor ha logrado una libertad de elección cada vez más amplia".

El Estado benefactor sueco se inicia con la hegemonía socialdemócrata en la vida política del país en 1932 y durante casi sesenta años funciona de manera admirable, con muy esporádicos altibajos, garantizando a la sociedad sueca unos altísimos niveles de vida, una gran cohesión social, unas diferencias de ingreso entre la cúspide y la base absolutamente razonables, libertades públicas garantizadas y un envidiable desarrollo económico. ¿A qué se debió este "milagro"? ¿Por qué en Suecia funcionó de manera tan eficaz un sistema que en todos los otros países donde se implantó -sobre todo en los países en vías en desarrollo- funcionó sólo a medias, o mal, y entró rápidamente en crisis?

Mauricio Rojas lo explica muy bien. El sistema funcionó en Suecia porque allí la bonanza económica precedió a la asunción por el Estado de todas las responsabilidades de protección social, y porque el intervencionismo estatal, ecuménico en lo relativo a la prestación de servicios sociales -educación, salud, jubilación, protección a la vejez- tuvo un límite que nunca traspasó: el de la creación de la riqueza, donde la empresa privada gozó de un amplísimo margen de libertad para ejercer todas las iniciativas y desarrollar toda su creatividad, regulada sólo por las reglas del mercado. Lo cual da una tardía justificación a una tesis de Marx que sus discípulos luego olvidaron: el socialismo será la última etapa del capitalismo, no la primera. En países pobres y preindustriales el socialismo fracasa irremisiblemente porque no hay riqueza que repartir, sólo más pobreza. Y el estatismo y el colectivismo jamás han sido capaces de desarrollar y modernizar un país.

El reparto de funciones -Estado benefactor de servicios y empresa privada creadora de riqueza- fue posible en Suecia gracias a vastos consensos que, desde los años treinta, pusieron de acuerdo a trabajadores y empresarios en respetarlo e impulsarlo, lo que dio a la vida industrial sueca una estabilidad infrecuente en el contexto europeo y un empuje poderoso. Pero, acaso, más importante todavía, fue la confianza en las instituciones públicas, en los gobernantes y en el propio sistema así erigido, por parte de la ciudadanía. Ese convencimiento íntimo de que aquella organización de la sociedad era la que convenía y de que quienes la administraban lo hacían con eficiencia y honradez es lo que permitió que el sistema se afianzara y que, por ejemplo, los suecos aceptaran dócilmente pagar los más elevados impuestos del mundo. ¿Acaso ese sacrificio no tenía extraordinarias compensaciones?

El sistema comenzó a resquebrajarse con la globalización, cuando Suecia se vio inmersa, como todos los países, en un tejido incontrolable de relaciones y dependencias que podían afectar a cada paso su sistema económico y que, por ejemplo en los años noventa, le contagiaron una crisis que fue un verdadero terremoto económico para el país. En estas condiciones, sin la riqueza necesaria para financiarlo, el Estado benefactor pasó a ser poco menos que un elefante blanco y, en vez de la garantía de la justicia social, la fuente de innumerables problemas. ¿Elevar todavía más los impuestos? Imposible. ¿Reducir las prestaciones sociales? Intolerable para una sociedad acostumbrada por seis generaciones a recibirlas. Ese es el contexto que explica lo audaz de las reformas emprendidas para "democratizar" al Estado benefactor sueco y agilizarlo y dinamizarlo recurriendo a mecanismos de desestatización y de mercado.

Tiene mucho mérito, sin duda, que ello haya sido posible sin aquellos traumas y cataclismos sociales que inmediatamente estallan en los países desarrollados, como Francia y Alemania, que, agobiados por sistemas de protección social generosos, pero infinanciables, tratan de modernizarlos para hacerlos viables. Nunca lo consiguen. Porque en esas sociedades no existe aquella confianza en las instituciones y en los gobernantes que permite aquellos amplios consensos, sin los cuales es quimérica una transformación tan radical como debe serlo aquella que se proponga hacer viable, en este momento de la historia, un sistema de prestaciones sociales al que la mera inercia demográfica vuelve cada día más oneroso e incompatible con el desarrollo económico.

Mauricio Rojas, en los capítulos finales de su libro, se interroga sobre los grandes dilemas del futuro para Suecia. Son los mismos para todas las sociedades europeas de alto desarrollo. En éstas, al igual que en aquélla, cada día habrá una población "pasiva" más numerosa a la que una población "activa" cada día más pequeña deberá mantener. ¿Cómo conseguirlo, a la vez que se preservan las libertades de la cultura democrática, se mantiene el crecimiento económico, se ganan nuevos territorios del conocimiento científico y tecnológico y se responde con eficacia a las amenazas del terror? Hay muchas respuestas a estos interrogantes y, algunas, contradictorias. Pero hay una que no tiene alternativa: es fundamental una política que promueva la inmigración, sin la cual ni Suecia ni país europeo desarrollado alguno está en condiciones de mantener sus actuales índices de producción. Desde luego, la inmigración, si no es fomentada con inteligencia y de acuerdo con un plan funcional, puede ser no la ayuda indispensable que significa en este último caso, sino el origen de fracturas sociales, de violencia y de inestabilidad. Este es un tema que ningún país europeo ha sido capaz todavía de resolver. Tampoco Suecia. En una charla privada a un grupo de amigos, Mauricio Rojas nos explicó la sorpresa y el choque emocional que había sido para muchos suecos descubrir, hace algunos años, que en esa sociedad modélica había unos bolsones de pobreza y marginación de inmigrantes que hasta entonces habían permanecido poco menos que invisibles para el grueso de la opinión pública. Y, también, el desconcierto de muchos de sus colegas en el Parlamento sueco, cuando dos diputados "inmigrantes", él y una sueca de origen africano, defendieron la tesis de que se estableciera la obligatoriedad de aprender sueco para aquellos inmigrantes que pedían la nacionalidad. ¿La razón? Que mientras no se integre cultural y cívicamente al país de adopción, el inmigrante será inevitablemente un excluido, propenso a ser explotado y abusado, y a adoptar actitudes hostiles y beligerantes contra una sociedad que siente ajena. Según él, el multiculturalismo no funciona, es incompatible con una política de inmigración eficaz, y ejemplo de ello son los casos de los portadores de bombas que produjeron las matanzas de Madrid y de Londres.

Durante varias décadas, el Estado benefactor sueco fue un modelo para una muy variada colección de políticos de todo el mundo. Fue un ejemplo que nadie pudo seguir, porque ningún país fue capaz de construirlo sobre el tipo de consensos sociales que consiguieron los suecos. Pero, a raíz de lo que ha venido ocurriendo con él, todo indica que aquel modelo no era todo lo eficiente e invulnerable que parecía. Por el contrario, es lo que están haciendo ahora en Suecia con su Estado benefactor lo que debería servir de ejemplo a los países prósperos o pobres que no quieren quedarse demasiado rezagados en esa carrera desalada y confusa en que anda metido el mundo en que vivimos.

lunes, 6 de agosto de 2007

¿Es posible una democracia sin república? (Nota I):

El dique republicano ante el abuso de las mayorías


CRISTIAN SALVI
cristian@salvi.net.ar

Cuando los ingleses y otros trazaron las bases de la democracia moderna, en medio de un paradigma similar al utilizado en la economía, se pensó que el elector era un hombre racional (como el mítico homo economicus), un arquetipo de sujeto que cuando decidía su voto lo hacía con la diligencia de un buen hombre de la democracia, diríamos, usando los mismos criterios electivos que a la hora de hacer una inversión bursátil, por ejemplo. Sin ánimo de caer en un economicismo, lo cierto es que es bastante lógico esto del reasonable man anglosajón, porque si alguien es extremadamente diligente en un negocio donde arriesga su fortuna, cuanto más debería serlo en elegir a quienes administrarán la cosa publica, en donde al ciudadano le va la vida.

Este es el lado teórico, como de laboratorio de la ciencia política. La realidad, por lo que se ve en Argentina y en el Latinoamérica en general, parece ser bien distinta: los análisis sociológicos muestran como las ponderaciones de los electores no se acercan demasiado a esto de la “elección calculada”, votándose más bien por fines accesorios y hasta banales, que van desde el análisis recortado de un candidato (o sea, tomando solo un parámetro de valoración: es “honesto”, aunque sea un tremendo ineficiente), pasando por vanidades como los aspectos estéticos hasta falsos razonamientos (típica falacia: Cuando K asumió el país estallaba, ahora crece, ergo él es el “Mesías”, y lo voto por miedo a una nueva crisis.)


Este divorcio entre lo esperado y lo real, además de ser un interesante tópico de análisis para los politólogos planifiquen nuevas estrategias, en algún modo inquieta por esta razón cardinal: cuando una sociedad tiene votantes que meditan el voto en las vísperas, tomando liviana e irreflexivamente el acto soberano, no se dan los presupuestos de una sociedad en donde el la concesión del derecho al voto implica el deber de diligencia in eligendo, para que ese consentimiento sea pleno como acto electivo. Todos vivimos en una sociedad, verdad, por lo que como socios (recuérdese como la idea contractualista fue extrapolada a la ciencia política por algunos ilustrados para explicar el nacimiento del Estado) somos responsables de las decisiones que tomamos, no solo por cada uno de nosotros, sino por los “consocios” (conciudadanos), que son parte de ese contrato, de lo cual se verán beneficiados o perjudicados por la elección que tome. Esto implica que el voto no puede ser negligente porque puedo perjudicar al otro, a quien mi elección le es oponible por el sistema de mayorías. A diferencia de una sociedad comercial, donde el socio de la minoría tiene un derecho a receso, en la sociedad política, las minorías no pueden abandonarla, pues ello significaría irse del país.

Llegamos a la clave: la democracia, que tiene el sistema del voto de las mayorías exigiendo diligencia pero sin poder justiciar acerca del voto en si mismo (porque habría una especie de censor que veta, so pretexto de irracionalidad), es combinada con la republica, lo que implica garantizar que cuando una mayoría decide, porque es falible y a veces negligente en el voto, no necesariamente es depositaria de “la” verdad, de lo cual hay limites a su poder: he aquí los sistemas de protección de las minorías. Si Alberdi y los constituyentes hubieran creído que actúa el ser hiperracional en el voto no habrían previsto todos los artículos de la Constitución dedicados actuar como mecanismos contramayorías: está, entonces, previsto que las mayorías no son “la” verdad, sino una circunstancia contingente, nada absoluta, que es limitada.

Esto nos lleva a referirnos a la falacia del vox populi, vox Dei. La mentira populista pontificó la decisión del pueblo como infalible, del mismo modo que a las mayorías, que, como decía Rousseau en el siglo XVIII, encarnarían la voluntad de todo el pueblo; esta idea de pueblo justamente permite entender el sentido del populismo, que no lo ve como al agrupación de individuos, sino como una entelequia colectivizada, con entidad propia, depositaria un “alma” (como aquello del Volkgeist alemán o su equivalente ruso: narodow). El pueblo no es infalible, se suele equivocar: a Sócrates y Cristo los condenaron las “mayorías”; a Hitler lo eligió el “pueblo”.

Conclusiones: los electores aun como mayorías no se guían necesariamente por elementos racionales, sino también por pasiones, que encima las lleva a creer que son depositarias de un interés general, de los cuales los disidentes están fuera del “Pueblo”; contra esto actúan los diques contenedores de la republica, que le pone freno al abuso de las mayorías. Por eso el regio Matrimonio Presidencial, aun ganando en octubre, no puede hacer lo que quiera, porque ahí aparece la Constitución a ponerle límites a esa arrogancia de creerse la encarnación del interés general, porque la Carta Magna nos da una formula: democracia más republica; si no el estado de derecho está cojo, como sucede en Venezuela, lo que los argentinos, aun los más pródigos en el voto, de seguro no queremos para nuestro país.

El federalismo según Kirchner


Editorial, LA NACION, Domingo 5 de agosto de 2007


La relación del presidente Néstor Kirchner con los gobernadores provinciales ha estado signada por los intentos a menudo exitosos de "cooptación" desde el Poder Ejecutivo Nacional, mucho más que por la búsqueda de consensos genuinos.

No ha habido en los últimos cuatro años convocatoria alguna a los mandatarios provinciales para discutir políticas de Estado. Tan sólo llamados para que aquéllos hagan número y golpeen sus palmas a la hora de ciertos anuncios rimbombantes desde la Casa Rosada.

Sin embargo, no hace mucho, el primer mandatario, al anunciar obras públicas en provincias patagónicas, se expresó en favor de que "el gobierno que venga sea mucho más federal", al tiempo que sostuvo que el país no se agota en la General Paz.

La palabra presidencial no parece despojada de cierta hipocresía, en tanto que el actual gobierno no ha hecho absolutamente nada para favorecer el tan postergado debate sobre la reforma del régimen de coparticipación federal. Se trata de una exigencia de la Constitución Nacional modificada en 1994, que obligaba a fijar una nueva normativa antes de 1996. Once años han pasado tras el vencimiento de ese plazo constitucional y no hay siquiera atisbos de que la cuestión pueda llegar a discutirse.

No hay voluntad política en el gobierno nacional para debatir un nuevo régimen de coparticipación. Nadie ignora que buena parte del poder que ostenta el jefe del Estado proviene de la fuerte centralización de la recaudación fiscal y de la discrecionalidad con que las autoridades nacionales manejan el presupuesto para obras públicas en el interior del país, lo que bien se ha dado en llamar "unitarismo fiscal".

Es ésta la consecuencia de la existencia de un Estado nacional rico con provincias cuyas cuentas fiscales están cada vez más débiles.

Mientras el Estado nacional ha podido exponer en los últimos años un superávit fiscal del orden del 3,5 por ciento del Producto Bruto Interno gracias a la recaudación no coparticipable que le aseguran las retenciones a las exportaciones y el impuesto al cheque -tributos distorsivos que heredó de las anteriores administraciones-, las provincias comienzan a sufrir un progresivo déficit.

La situación parece más crítica en jurisdicciones como la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, curiosamente los dos distritos que más recursos aportan a la masa de recursos coparticipables. El distrito porteño apenas recibe el 1,4 por ciento de ellos pese a aportar alrededor de la cuarta parte de los fondos; la más grande provincia del país, en tanto, ha perdido nueve puntos de coparticipación desde la reapertura democrática de 1983.

La candidata presidencial por el oficialismo, pese a haber sido elegida senadora por la provincia de Buenos Aires, nada ha hecho para que el distrito al cual representa recuperase una mínima parte de aquellos recursos perdidos. Al mismo tiempo, desde el gobierno nacional se le está negando a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la posibilidad de contar con los fondos que hoy se destinan a la Policía Federal en el caso de que ésta pase a depender de las autoridades porteñas, pese a que la Constitución Nacional es muy clara al respecto.

El doble discurso de la Casa Rosada sobre el federalismo queda en evidencia una y otra vez.

La desconsideración oficial pudo advertirse también este verano, cuando el gobierno nacional dispuso unilateralmente un aumento de sueldos a los docentes de todo el país, sin discutirlo previamente con los gobiernos provinciales.

Como hoy los recursos provenientes del régimen de coparticipación son insuficientes para las provincias, se emplean como compensación aportes del Tesoro Nacional y otras transferencias, manejadas discrecionalmente desde el Poder Ejecutivo Nacional, frecuentemente en función de criterios electorales.

No sería descabellado pensar que, en lo sucesivo, esa ayuda a las provincias se vea disminuida frente a un escenario caracterizado por la crisis energética y la consecuente necesidad de inversiones del sector público; el aumento del gasto público por el injustificado crecimiento de la administración central y por los nuevos jubilados que está absorbiendo el Estado, y las dificultades para obtener financiamiento a tasas convenientes. Esto podría provocar en pocos meses más reclamos de las provincias a la Nación. Ante este complicado panorama, es menester que tanto la relación Nación-provincias como el futuro régimen de coparticipación federal comiencen a debatirse seriamente.

Ese debate debería contemplar el incremento de la correspondencia entre las responsabilidades provinciales de gastar con las de recaudar; la búsqueda de fórmulas tendientes a mejorar la calidad del gasto público y, en lo posible, reducirlo, y la transferencia a las provincias de facultades para recaudar determinados impuestos nacionales.

Nada de esto podrá hacerse si desde el poder central persiste una posición cerrada, que reniega del diálogo y que confunde concertación con cooptación política.