miércoles, 15 de agosto de 2007

La Provincia


Por NATALIO BOTANA
Para La Nación
19.07.07


Se la menciona habitualmente en singular, sin aditamento, como si en el país no hubiese otras provincias. Para algunos, Buenos Aires –la bonaerense y no la porteña– es la provincia por antonomasia; para otros, el distrito es un leviatán demográfico que, en el curso del último medio siglo, ha engullido el 38,13% de la población total (datos del censo de 2001). A no dudarlo, un desequilibrio de semejante magnitud tiene efectos contundentes sobre el régimen político que nos gobierna.
Los tiene por varios motivos que convergen sobre el acto electoral del 28 de octubre próximo. En primer lugar –dato imprescindible para entender la estrategia del Gobierno– porque los comicios bonaerenses habrán de coincidir con las elecciones nacionales. En un mismo día un total de 9.716.157 ciudadanos habilitados para votar tendrán que elegir presidente, gobernador, intendentes, legisladores nacionales y provinciales, y concejales municipales. Un compacto enorme reproducido en una lista sábana que, según las tendencias internas en secciones electorales y municipios, podrá fraccionarse cortando la respectiva boleta.
Los arrastres factibles, impulsados por diferentes opciones, son complejos: pueden ir desde el (o la) candidato (a) a presidente hacia el candidato a gobernador y viceversa; o desde los diferentes candidatos a intendente y de listas de legisladores que compiten dentro de un mismo paraguas. Para entender este laberinto, bastó con observar en las transmisiones por televisión de la Copa América las propagandas en la base de la pantalla de los candidatos a intendente por el Frente para la Victoria. Un desfile de rostros con lenguaje cacofónico: Kirchner (de inmediato Cristina) presidente, xxx… intendente.
Este montaje obedece al juego de las ambiciones, y asimismo a la circunstancia de que sólo una vez, contando desde 1983, un partido no peronista –la Unión Cívica Radical– ascendió al gobierno de Buenos Aires. La experiencia de 1983-1987 no se repitió más, con lo que la dominación del justicialismo en el distrito está a punto de cumplir veinte años. Se ha establecido así una tradición electoral difícil de doblegar.
Para sobrevivir, esta tradición se afinca en la estructura de las intendencias. Este es un dispositivo crucial, pues en aquellas el poder se reproduce por medio de hegemonías por ahora inalterables. La intendencia conforma entonces el suelo de la dominación hegemónica. Es dable advertirla en algunos puntos de la provincia, pero donde más resaltan estas situaciones hegemónicas es en el conglomerado urbano del Gran Buenos Aires: 8.684.137 habitantes; seis millones de electores; 29 de los 30 jefes comunales en busca de su reelección.
Con estas cifras en la mano se comprende la magnitud del poder electoral bonaerense. Son tan enormes las diferencias que una sola intendencia del Gran Buenos Aires puede contener en su seno al electorado de varias de nuestras provincias. Estos indicadores podrían transmitir, a primera vista, la realidad de una política cambiante y en ebullición, pero el territorio bonaerense, y en particular el del Gran Buenos Aires, está regido por un régimen mucho más conservador: gobernadores dominantes que extraen su poder tanto de la protección que reciben del Poder Ejecutivo nacional como del apoyo que, con sus más y sus menos, le prestan los intendentes. Entre estas dos vertientes de poder el gobernador tiene que hacer su faena.
No es un trabajo fácil. Si bien el candidato a suceder a Felipe Solá, Daniel Scioli (siempre –se entiende– que se resuelva favorablemente la cuestión de su residencia), cuenta, según encuestas preliminares, con una mayoría ubicada en torno del 50%, los pronósticos no auguran un clima benigno. En rigor, mientras no se resuelva una contradicción que expondremos de inmediato, la atmósfera de la provincia siempre estará atravesada por ráfagas de borrasca.
Por la reforma constitucional de 1994, que instauró la elección directa del presidente, la ciudadanía bonaerense se ha convertido en el máximo elector. De donde resulta que, quien tenga en sus manos el poder electoral de Buenos Aires, estará muy cerca de controlar el poder electoral del país. Es curioso comprobar cómo las provincias chicas y medianas, sobrerepresentadas en el antiguo colegio electoral, entregaron en un santiamén, en la reforma de 1994, ese recurso para ellas vital.
Sin embargo, no todo está dicho, porque ese poder electoral, posible productor de las mayorías nacionales, descansa sobre una evidente debilidad fiscal. Los votos provenientes de la provincia de Buenos Aires son abrumadores; sus recursos fiscales, en cambio, siempre flaquean o son insuficientes. Subrepresentada en el reparto de impuestos de la coparticipación federal, la provincia es como un gigante con una frágil columna vertebral. Tierra del Fuego recibe $ 2665 por habitante en concepto de coparticipación federal, Santa Cruz, $1819; Buenos Aires, tan sólo $ 368.
He aquí expuesta la contradicción de marras que se acrecienta en el escenario de unas poblaciones urbanas escindidas entre ricos y pobres. Debido al número de compatriotas involucrado, el Gran Buenos Aires es el testimonio más dramático de estos contrastes: el brillo del lujo y la oscuridad de la exclusión; y todo ello en un espacio urbano pequeño, reconcentrado y atravesado por la inseguridad.
Estos temas deberían estar a la orden del día en una agenda con algún apetito por el porvenir, pero en la campaña electoral en curso parece ser más importante capturar cuanto antes el poder electoral que poner de relieve las cuestiones atinentes al poder institucional y fiscal de la provincia de Buenos Aires.
Este estancamiento, dolorosamente inscripto en la actualidad, viene de lejos, como resultado de un conservadurismo tenaz que no contempló la posibilidad de modificar el diseño de ese magno distrito. Unicamente en los años ochenta del siglo XIX, la provincia de Buenos Aires cedió parte de su geografía en beneficio de la Capital Federal y de los territorios nacionales, que se extendieron hacia el sur y hacia el oeste de sus fronteras.
Después de esos acontecimientos, nada o muy poca cosa: en una larga centuria, la provincia se fue colmando sin plan ni política de descentralización. Los efectos de esta inercia se condensaron en la aglomeración del Gran Buenos Aires, la cual, si bien no alcanza los niveles extremos de poblamiento de San Pablo o de la Ciudad de México, configura el mayor problema político, en términos urbanos, del país.
¿Cómo gobernar, en efecto, esas contradicciones y contrastes? Y por lo demás, ¿no habrá llegado acaso la hora de pensar, con vistas al Bicentenario, una división posible de ese gigante demográfico y electoral?
Cuesta imaginar que estos debates lleguen a la palestra pública. Por el momento, las apuestas se cifran en encuestas, apoyos de intendentes, transferencias extraordinarias de recursos. No mucho más. La mesa mejor servida para calcular los resultados posibles de un candidato justicialista con imagen centrista acodado a un candidato a vicegobernador, comisario del Poder Ejecutivo nacional. Todo para que, luego de anunciar pomposamente un cambio, muy poco, a la postre, llegue efectivamente a cambiar.

No hay comentarios: