lunes, 6 de agosto de 2007

¿Es posible una democracia sin república? (Nota I):

El dique republicano ante el abuso de las mayorías


CRISTIAN SALVI
cristian@salvi.net.ar

Cuando los ingleses y otros trazaron las bases de la democracia moderna, en medio de un paradigma similar al utilizado en la economía, se pensó que el elector era un hombre racional (como el mítico homo economicus), un arquetipo de sujeto que cuando decidía su voto lo hacía con la diligencia de un buen hombre de la democracia, diríamos, usando los mismos criterios electivos que a la hora de hacer una inversión bursátil, por ejemplo. Sin ánimo de caer en un economicismo, lo cierto es que es bastante lógico esto del reasonable man anglosajón, porque si alguien es extremadamente diligente en un negocio donde arriesga su fortuna, cuanto más debería serlo en elegir a quienes administrarán la cosa publica, en donde al ciudadano le va la vida.

Este es el lado teórico, como de laboratorio de la ciencia política. La realidad, por lo que se ve en Argentina y en el Latinoamérica en general, parece ser bien distinta: los análisis sociológicos muestran como las ponderaciones de los electores no se acercan demasiado a esto de la “elección calculada”, votándose más bien por fines accesorios y hasta banales, que van desde el análisis recortado de un candidato (o sea, tomando solo un parámetro de valoración: es “honesto”, aunque sea un tremendo ineficiente), pasando por vanidades como los aspectos estéticos hasta falsos razonamientos (típica falacia: Cuando K asumió el país estallaba, ahora crece, ergo él es el “Mesías”, y lo voto por miedo a una nueva crisis.)


Este divorcio entre lo esperado y lo real, además de ser un interesante tópico de análisis para los politólogos planifiquen nuevas estrategias, en algún modo inquieta por esta razón cardinal: cuando una sociedad tiene votantes que meditan el voto en las vísperas, tomando liviana e irreflexivamente el acto soberano, no se dan los presupuestos de una sociedad en donde el la concesión del derecho al voto implica el deber de diligencia in eligendo, para que ese consentimiento sea pleno como acto electivo. Todos vivimos en una sociedad, verdad, por lo que como socios (recuérdese como la idea contractualista fue extrapolada a la ciencia política por algunos ilustrados para explicar el nacimiento del Estado) somos responsables de las decisiones que tomamos, no solo por cada uno de nosotros, sino por los “consocios” (conciudadanos), que son parte de ese contrato, de lo cual se verán beneficiados o perjudicados por la elección que tome. Esto implica que el voto no puede ser negligente porque puedo perjudicar al otro, a quien mi elección le es oponible por el sistema de mayorías. A diferencia de una sociedad comercial, donde el socio de la minoría tiene un derecho a receso, en la sociedad política, las minorías no pueden abandonarla, pues ello significaría irse del país.

Llegamos a la clave: la democracia, que tiene el sistema del voto de las mayorías exigiendo diligencia pero sin poder justiciar acerca del voto en si mismo (porque habría una especie de censor que veta, so pretexto de irracionalidad), es combinada con la republica, lo que implica garantizar que cuando una mayoría decide, porque es falible y a veces negligente en el voto, no necesariamente es depositaria de “la” verdad, de lo cual hay limites a su poder: he aquí los sistemas de protección de las minorías. Si Alberdi y los constituyentes hubieran creído que actúa el ser hiperracional en el voto no habrían previsto todos los artículos de la Constitución dedicados actuar como mecanismos contramayorías: está, entonces, previsto que las mayorías no son “la” verdad, sino una circunstancia contingente, nada absoluta, que es limitada.

Esto nos lleva a referirnos a la falacia del vox populi, vox Dei. La mentira populista pontificó la decisión del pueblo como infalible, del mismo modo que a las mayorías, que, como decía Rousseau en el siglo XVIII, encarnarían la voluntad de todo el pueblo; esta idea de pueblo justamente permite entender el sentido del populismo, que no lo ve como al agrupación de individuos, sino como una entelequia colectivizada, con entidad propia, depositaria un “alma” (como aquello del Volkgeist alemán o su equivalente ruso: narodow). El pueblo no es infalible, se suele equivocar: a Sócrates y Cristo los condenaron las “mayorías”; a Hitler lo eligió el “pueblo”.

Conclusiones: los electores aun como mayorías no se guían necesariamente por elementos racionales, sino también por pasiones, que encima las lleva a creer que son depositarias de un interés general, de los cuales los disidentes están fuera del “Pueblo”; contra esto actúan los diques contenedores de la republica, que le pone freno al abuso de las mayorías. Por eso el regio Matrimonio Presidencial, aun ganando en octubre, no puede hacer lo que quiera, porque ahí aparece la Constitución a ponerle límites a esa arrogancia de creerse la encarnación del interés general, porque la Carta Magna nos da una formula: democracia más republica; si no el estado de derecho está cojo, como sucede en Venezuela, lo que los argentinos, aun los más pródigos en el voto, de seguro no queremos para nuestro país.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente nota: en este pais a nadie le importa la Constitución. ..