lunes, 6 de agosto de 2007

El federalismo según Kirchner


Editorial, LA NACION, Domingo 5 de agosto de 2007


La relación del presidente Néstor Kirchner con los gobernadores provinciales ha estado signada por los intentos a menudo exitosos de "cooptación" desde el Poder Ejecutivo Nacional, mucho más que por la búsqueda de consensos genuinos.

No ha habido en los últimos cuatro años convocatoria alguna a los mandatarios provinciales para discutir políticas de Estado. Tan sólo llamados para que aquéllos hagan número y golpeen sus palmas a la hora de ciertos anuncios rimbombantes desde la Casa Rosada.

Sin embargo, no hace mucho, el primer mandatario, al anunciar obras públicas en provincias patagónicas, se expresó en favor de que "el gobierno que venga sea mucho más federal", al tiempo que sostuvo que el país no se agota en la General Paz.

La palabra presidencial no parece despojada de cierta hipocresía, en tanto que el actual gobierno no ha hecho absolutamente nada para favorecer el tan postergado debate sobre la reforma del régimen de coparticipación federal. Se trata de una exigencia de la Constitución Nacional modificada en 1994, que obligaba a fijar una nueva normativa antes de 1996. Once años han pasado tras el vencimiento de ese plazo constitucional y no hay siquiera atisbos de que la cuestión pueda llegar a discutirse.

No hay voluntad política en el gobierno nacional para debatir un nuevo régimen de coparticipación. Nadie ignora que buena parte del poder que ostenta el jefe del Estado proviene de la fuerte centralización de la recaudación fiscal y de la discrecionalidad con que las autoridades nacionales manejan el presupuesto para obras públicas en el interior del país, lo que bien se ha dado en llamar "unitarismo fiscal".

Es ésta la consecuencia de la existencia de un Estado nacional rico con provincias cuyas cuentas fiscales están cada vez más débiles.

Mientras el Estado nacional ha podido exponer en los últimos años un superávit fiscal del orden del 3,5 por ciento del Producto Bruto Interno gracias a la recaudación no coparticipable que le aseguran las retenciones a las exportaciones y el impuesto al cheque -tributos distorsivos que heredó de las anteriores administraciones-, las provincias comienzan a sufrir un progresivo déficit.

La situación parece más crítica en jurisdicciones como la provincia de Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, curiosamente los dos distritos que más recursos aportan a la masa de recursos coparticipables. El distrito porteño apenas recibe el 1,4 por ciento de ellos pese a aportar alrededor de la cuarta parte de los fondos; la más grande provincia del país, en tanto, ha perdido nueve puntos de coparticipación desde la reapertura democrática de 1983.

La candidata presidencial por el oficialismo, pese a haber sido elegida senadora por la provincia de Buenos Aires, nada ha hecho para que el distrito al cual representa recuperase una mínima parte de aquellos recursos perdidos. Al mismo tiempo, desde el gobierno nacional se le está negando a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la posibilidad de contar con los fondos que hoy se destinan a la Policía Federal en el caso de que ésta pase a depender de las autoridades porteñas, pese a que la Constitución Nacional es muy clara al respecto.

El doble discurso de la Casa Rosada sobre el federalismo queda en evidencia una y otra vez.

La desconsideración oficial pudo advertirse también este verano, cuando el gobierno nacional dispuso unilateralmente un aumento de sueldos a los docentes de todo el país, sin discutirlo previamente con los gobiernos provinciales.

Como hoy los recursos provenientes del régimen de coparticipación son insuficientes para las provincias, se emplean como compensación aportes del Tesoro Nacional y otras transferencias, manejadas discrecionalmente desde el Poder Ejecutivo Nacional, frecuentemente en función de criterios electorales.

No sería descabellado pensar que, en lo sucesivo, esa ayuda a las provincias se vea disminuida frente a un escenario caracterizado por la crisis energética y la consecuente necesidad de inversiones del sector público; el aumento del gasto público por el injustificado crecimiento de la administración central y por los nuevos jubilados que está absorbiendo el Estado, y las dificultades para obtener financiamiento a tasas convenientes. Esto podría provocar en pocos meses más reclamos de las provincias a la Nación. Ante este complicado panorama, es menester que tanto la relación Nación-provincias como el futuro régimen de coparticipación federal comiencen a debatirse seriamente.

Ese debate debería contemplar el incremento de la correspondencia entre las responsabilidades provinciales de gastar con las de recaudar; la búsqueda de fórmulas tendientes a mejorar la calidad del gasto público y, en lo posible, reducirlo, y la transferencia a las provincias de facultades para recaudar determinados impuestos nacionales.

Nada de esto podrá hacerse si desde el poder central persiste una posición cerrada, que reniega del diálogo y que confunde concertación con cooptación política.

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